-… ¿Llamo al hospital para que la vengan a buscar? – se escuchó al otro lado del teléfono.-

– ¿Me lo está preguntando? –respondí.

– Sí, la mitad de las personas infectadas están en el hospital, la otra mitad se han quedado en la residencia. La decisión es suya.

La llamada del médico me había despertado a las dos de la mañana cuando estaba sumida en un sueño profundo. Me levanté entredormida y corrí al baño donde había dejado que se cargara el teléfono. Cuando vi en la pantalla de dónde procedía la llamada pensé en no cogerlo, como si así pudiera evitar la noticia que me iban a comunicar. El teléfono sonó unos segundos más. Respondí con una voz grave y entrecortada. Me faltaba el aire. Me dijo, lo más serenamente que pudo, que mi madre se estaba muriendo.

– No sé… ¿Qué puede pasar si no la llevan al hospital? No quería tomar una decisión a la ligera.

– Aquí sólo tenemos oxígeno. Puede llegar un momento en que necesite un respirador y eso sólo se lo pueden dar allí.

Se hizo un silencio que me pareció una eternidad.

– Si fuera mi madre la llevaría al hospital – dijo el médico.

Me estaba pidiendo en medio de la noche que en un segundo tomara una decisión que podía implicar la vida o la muerte. ¿Quién era yo para tomar esa decisión? Pero por otra parte, ¿quién era él?, un médico de guardia probablemente contratado en esos días.

En ese instante pasaron por mi cabeza un montón de imágenes a velocidad de vértigo: el testamento vital que firmó cuando estaba en pleno uso de sus facultades mentales, la última vez que estuvo ingresada cuando me miró con rabia y me dijo: “que sea la última vez que me traes a un hospital”, su habitación en la residencia, un sitio familiar rodeada de las fotos de toda la familia…

– Quiero que se quede en la residencia. Ella no quería morir en un hospital.

– Está bien. La mantengo al tanto de cómo va evolucionando su situación. Buenas noches.

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