Una intensa oleada de viento mueve las hojas del arbolillo de especie desconocida frente a mi ventana. Una gota de lluvia cae en primer plano y me revela la profundidad de la escena que se representa ante mí; de pronto la imagen de un pequeño gorrión meciéndose en su rama me hace cambiar de enfoque visual.

Es una mañana fría, el cielo está envuelto en un espeso edredón de grises y blancos, manteniéndose al margen, sin molestarse en aportar una pizca de color a esta composición.

De pronto otra oleada, otra gota, otro gorrión uniéndose a la cadencia. Un, dos, tres; un, dos, tres. Una nueva oleada iracunda parece querer exponer un conflicto; dos gotas más, a destiempo, no quieren entrar al trapo. Los gorriones cantan invitando a sus prójimos, buscando en la unión la resistencia al ritmo que el aire les impone. La rama conquistada es suya, y ellos van a mover esas hojitas al ritmo que consideren. La tensión aumenta explayándose en un apasionante dueto entre el ulular del viento que arrecia y el vehemente canto de los pajarillos al unísono.

En ese momento, los insurrectos gorriones parecen convencer a un semejante, muy joven y por tanto maleable, que tras dudar un poco cede medroso ante la presión social; luego otro más se les acerca. ¿Cuántos gorriones puede soportar una rama? Depende del calibre de ésta, supongo, de su robustez y de la calidad de su madera, pero me pregunto si tienen alguna norma estipulada al respecto.

Así, en la monotonía de estos tiempos, en los que cada día es más bien una mera prolongación del anterior, desempeño mi papel de espectadora en este juego que por inercia mantengo, para salir de mi marasmo vital. Pudiera figurarse mi papel el más intrascendente, pero, al fin y al cabo, toda acción parece adquirir mayor relevancia cuando hay alguien para admirarla, así que, en esta simbiosis todos los elementos somos indispensables y nos estimulamos mutuamente en un frágil equilibrio.

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