Fray Josefo estaba desesperado. En el granero apenas quedaban cuatro kilos de patatas, un kilo de macarrones y dos cebollas. Eran trece hombres en el monasterio. Ya no sabía a quien solicitar más viveres. En Sevilla eran muchas las familias que ya estaban pasando hambre. Ellos no eran la excepción. Acudió al Arzobispado. Tampoco quedaban fondos. Le remitieron al señorito andaluz de la zona. El orgullo de un hijo de aceitunero jienense, no se lo podía permitir. Volvió al monasterio. Después de cuatro dias sin echarse nada al gaznate, llamó por teléfono al señorito de marras. Mostró una humildad que estaba lejos de sentir. Don Francisco, haciéndose de rogar, les envió dos días más tarde veinticinco kilos de patatas, siete kilos de arroz, un kilo de macarrones y kilo y medio de cebollas. Mientras Fray Josefo maldecía su suerte, los hermamos del monasterio bendecían a Dios. Rezaban con más fervor que nunca. Al tercer día por la mañana, después de Laudes, Fray Josefo cogió la camioneta. Le echó el diesel con los últimos treinta tres euros. Tomó rumbo hacia el cortijo. El afable señorito estaba en plena capea. Había otros seis hombres de similar jaez, saltandose a la torera el confinamiento. El fraile cogió una escopeta de caza de la panoplia. Estaba cargada. Lleno de ira divina y odio de aceitunero, la disparó. Murieron siete hombres. El octavo fue Fray Josefo.
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