Después de darme un baño de agua tibia, me paré frente al espejo aún empañado. Como por inercia al no ver mi reflejo dibujé con el dedo índice una cara feliz que se fue desfigurando con las gotas que escurrían lentamente.

Una toalla celeste bordeaba mi cintura mientras caminaba hacia la habitación dejando mis huellas húmedas en el piso.

La noche era especial y debía estar a tono, mientas se escuchaba de fondo Concerto Número 3 in E Major de Paganini movía mis manos imitando a un viejo director de orquesta.

Busqué en el armario mi ropa más elegante, que no usaba desde hace varios años ya. Lentamente me vestí con mi traje de cuello mandarín, camisa blanca y un plomo corbatín que movía al compás de los violines mientras brotó de mí un leve suspiro de cansancio.

Estaba listo ya para recibir el nuevo año que llegaba, esa noche del 31 de diciembre del 2020 iba a ser diferente.

Así pues me perfumé y después de peinarme mientras recordaba algunas cosas decidí salir a pesar de sentirme un poco nervioso.

Al único lugar que podía ir esa noche era al living de mi propia casa, ya que a mediados de año hubo un rebrote de la enfermedad haciendo que muchos estén aislados o en cuarentena.

Me senté en el sillón, apoyando mis manos en las rodillas levanté la cabeza y los vi, ahí estaban ellos, eran papá y mamá mirándome alegremente desde un cuadro con marco dorado. Fallecieron en febrero por la enfermedad, el virus me los arrebató.

Por primera vez no hubo cena, tampoco hubo a quien besar o abrazar, esa triste noche no hubo brindis ni nada que celebrar.

Esa noche la pase elegantemente solo.

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