OJOS AZULES

Me han pasado a planta y quiero suponer que estoy mejor. 

Extraña sensación ésta,  la de estar hospitalizado sin recibir visitas, con la contínua tentación de caer en un magma de sentimientos autocompasivos, melancólicos y lacrimógenos, a la que intento no sucumbir.

Huele a hospital, pero yo me inhibo aspirando de una mascarilla los efluvios con olor a pino que provienen de un recipiente sujeto a la cabecera de mi cama,  lleno de un líquido azul burbujeante que, según me han asegurado, limpiará los restos de mi pneumonía bilateral.

No veo en la cama de al lado a mi compañero eventual, el divertido pastor evangelista que me hacía reir diciéndome que estaba allí «porque se había descuidado de la oración». Quiero pensar que le han dado el alta. 

En su lugar hay una cortina cerrada y, desde el otro lado,  puedo oir  la voz susurrante, dulce y sensual de una mujer. 

«Qué guapo eres»… «eres lo más bonito que he visto en mi vida»…

Se oyen fricciones, tal vez caricias, abrazos o sabe Dios qué… 

Me siento incómodo, pero comprendo que no estoy en posición de juzgar a nadie.

«Qué ojos azules tienes»… «seguro que has vuelto locas a muchas mujeres»…

(Debo confesar que mis malos pensamientos no están exentos de cierta dosis de encelada y libidinosa envidia)

De repente, la cortina chirría y corre bruscamente. 

Aunque intento disimular ojeando apresuradamente una revista que me he leído mil veces, al final no puedo resistirme a mirar.

Ahí está,  con la boca abierta hacia el cielo, sin dientes, casi inmóvil, completamente calvo, con la piel muy blanca y moteda de manchas marrones, como un cadáver viviente; respira moviendo lentamente el abdómen; tendrá más de noventa años.

Junto a él, una enfermera se esmera en limpiar su cuerpo usando una esponja húmeda, con una delicadeza más propia de la madre que cuida a un hijo.

Ella me mira con una sonrisa cómplice. 

Me atrevo a mirar la cara del viejo y, efectivamente, a través de sus párpados casi cerrados y estáticos brillan aún vivos unos ojos azules turquesa que parecen ríos, y en el gesto casi tétrico de su boca abierta se intuye algo parecido a una sonrisa. 

Me siento pequeño y con vergüenza.

Vergüenza de mí…

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