A Eusebio le pilló la pandemia con la muerte de su mujer reciente. Siempre habían creído que morirían juntos, pero ella se adelantó. Tras unas semanas confinado, confirmaron cuatro casos positivos en la residencia de ancianos donde vivía. Su hijo le notó algo durante la videoconferencia de la tarde -no estaba contento, pero tenía un resplandor en la mirada difícil de describir-. Eusebio pasó unos días encerrado en la habitación, pero seguía sin mostrar síntomas. Parecía que la cosa no se decidía a ir a por él. Una medianoche, mientras los residentes dormían y las auxiliares estaban en el piso de bajo, salió de su cama sin zapatillas y fue a la habitación donde estaban aislados los enfermos. Entró y esperó paciente junto a la puerta, en pie, a que alguien tosiera. Por fin, un sonido bronco y profundo que venía del submundo. Eusebio se acercó a la cama de ese enfermo, apoyó su cadera en ella, y como pudo se recostó al lado. Lo abrazó para no caerse, y dijo: «ya voy cariño».
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