«Ciudadanos y ciudadanas, ¡ya pueden salir!» —gritaron televisores y radios en todos los hogares.

El mundo estaba lleno de claustrofílicos. Éramos una especie que había proliferado desmedidamente. Nuestras vidas habían pasado a medirse en pocos metros cuadrados. Nuestras casas eran habitaciones; nuestras calles, pasillos; nuestras plazas, salones; nuestros pantanos, bañeras.

Llevábamos estilos de vida austeros y nuestras costumbres eran a pequeña escala. Los más intrépidos se asomaban a sus ventanas o balcones, pero yo sentía vértigo solo con imaginar la distancia de un lado a otro de la calle. El mundo más allá de una manzana había desaparecido: los mapas mentían y exageraban. 

No teníamos relojes porque el tiempo había dejado de importar. Cada momento era igual que el anterior y que el siguiente. El aire fresco ardía en los pulmones, la luz del sol quemaba en la piel y las retinas y el ruido del exterior perforaba los tímpanos. 

También habíamos desarrollado toda una retahíla de desórdenes con los que era habitual convivir. Ver las puertas cerradas desde dentro nos provocaba una efervescencia visceral con ciertos matices de excitación sexual. Teníamos síndrome de Estocolmo por nuestras propias casas y contemplábamos las mascarillas con el mismo placer con el que observa un cuadro un sindrómico de Stendhal. Los iconos de belleza eran aquellas mujeres y hombres que mejor se protegían: llevar un par de gafas, dos mascarillas, dos guantes, un traje de buzo, una visera de plástico y tapones para los oídos era sublimar la hermosura.

Las relaciones interpersonales eran poco más que anecdóticas y, cuando se daban, siempre era tras la protección de una pantalla. Solo con pensar en el contacto con otras personas padecíamos urticarias y estrés, sudoración descontrolada, congestión en la garganta y cierta sensación de náuseas.

En eso nos convertimos.

Y cuando por fin había terminado el riesgo de volver a salir a las calles, de contemplar el infinito, cuando podíamos disfrutar de nuestra condición y ser plenamente felices en nuestra reclusión, nos amenazaron con aquella terrible frase: «Ciudadanos y ciudadanas, ¡ya pueden salir!». Pero en la calle, como en los últimos años, siguió reinando el silencio.

Casi lo consiguieron. Cuánta crueldad la suya. 

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