Las vacaciones soñadas,  el crucero, eran ahora un cruel encierro. 

-Dijeron dos semanas y llevamos casi cinco en esta bodega angosta,  sin rumbo,  apenas agua y comida -sentencia una biologa jubilada. 

El desconcierto de los cuatro confinados ha pasado a miedo,  angustia e ira. Algunos intentan rezonguear. 

-Ejercitad vuestros cuerpos-anima dulce una profesora de yoga. 

-No aguantaremos- espeta una biologa jubilada. Y todas esas asanas e ilusiones no nos salvarán. 

-!Vamos!-dice el capitán. 

Por su rango ha prohibido tajantemente abandonar la Sala. 

Un matemático escudriña los datos de contagiados y muertos  en el móvil cada mañana. 

Al recelo inicial de capitán, había argumentado:

-Un teléfono… saber del exterior,  de las familias,  salir de aquí… nos salvará. 

-Cinco minutos diarios por persona- sentenció muy serio. 

El matemático,  respetado por su frío y sereno temperamento,  no lo necesita para contactar.  Huérfano desde muy joven,  solo cuenta con un amigo de su ralea.  No suelen hablar. Solo vomita los datos y conclusiones a los compañeros. 

La bióloga jubilada se atormenta por sus nietecillos,  que comparten con ella estas vacaciones truncadas. 

Toma pastillas para dormir desde la muerte de su marido. Solo quedan ocho.  De momento ha preferido abstenerse,  aunque de noche no duerme más de tres horas. 

 Está al límite, la falta de noticias,  el racionamiento de agua y el sueño la vuelven gruñona. 

Ha intentado contactar con ellos por teléfono,  sin éxito. 

Esa noche,  sigilosa,  sale en su busca.  Se sumerge en un espectáculo que prefiere ignorar. Cuerpos ausentes de alma flotan en la piscina. 

Sube una escalera y alcanza el mexicano,  el favorito de sus criaturas. Encuentra un hombre semi inconsciente. 

-Mis nietos? 

– Váyase.  Solo estoy yo,  infectado. 

Bebe ansiosa una coronita y continúa olfateando cual sabueso. 

Grita. En la popa hay un chico abrazado a su hermano. Los agarra,  estruja,  besa y abraza desenfrenadamente. 

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