Me enfrento a la mayor empresa que me plantea la vida últimamente: subir a la azotea.
Ya no me quedan letras del abecedario que dibujar con mis pasos. He contado hasta mil mil veces sin saltarme ningún número.
He inventado nombre para todos los pájaros de mi vecindad e incluso apodos a los más afables.
Las antenas decrépitas, han perdido su silueta y solo hacen que ensuciar un paisaje de formas geométricas hijas de arquitectos ya difuntos.
Allá donde me alcanza la vista localizo a varios moradores de casas que también han subido a la azotea como yo.
A mi vecino de enfrente lo he desahuciado por mirón.
Otro común es el que diviso en la parte posterior. Tiene una pequeña terracita, vieja, desordenada y parece conversar con alguien a través del móvil. Me he apiadado de él por la cantidad de cigarros que lleva alojados en su reducido cuerpecito desde que amaneció.
Mirando hacia el sureste un apuesto joven comienza a desperezarse y aprovechando la proyección de sus brazos hacia arriba comienza con su gimnasia. Tímidamente, como si una multitud estuviera pendiente de su torpeza, jalea sus brazos y al ritmo de la música que yo regalo hoy a mis vecinos, inicia una tabla de gimnasia que por momentos se vuelve en el entrenamiento de atletas de los futuros Juegos Olímpicos.
Otra de las particularidades de mi experiencia en la azotea es descubrir modas. La tendencia del color rosa en el pijama es indiscutible y se disputa el color de primavera con el beige de los batines.
Sinceramente, yo ya no sé cómo provocar a mis vecinos para que me denuncien y algún apuesto joven y cachas de la autoridad venga a detenerme, estoy deseando algo de acción.
Recojo mis bártulos: esterilla de gimnasia, una pesa, altavoz y móvil.
Me resguardo en mi cueva, vacío el calendario y dibujo una cárcel.
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