Ojos que ven, corazón endemoniado.

Aulló la esencia del vagabundo de tinieblas.

Vehementes de curiosidad, los éteres convergieron ante el anónimo que no hacía más que admirar su valetudinario y epatante semblante, desorbitado pero no por ofuscado sino todo lo contrario: amo y señor de la noche. Así iba a ser, y en efecto así fue a partir de entonces, la nueva vida de aquel recién llegado, a quien el mundo de los vivos le habían expulsado sus propios ojos.

Todas las quimeras creaban una algarabía alrededor suyo que le apartó del plano mortuorio al que el azar le había reservado. Si alguna vez se tuvo que calificar a alguna ánima de inescrutable entonces no cabía duda: esta vetusta figura, de facciones indefinidas y a quien el tiempo dio pie a una complexión en exceso laxa y flemática, era el descerebrado más demente del Aidenn. Aunque ahora podría exclamar, con ímpetu desenfrenado y como jactándose de la vida misma: ¡Ve!

Miserables – debió haber pensado – si alguien es verdaderamente libre en este mundo absurdo soy yo, porque mi esqueleto, aunque sin ojos y cerebro, ¡ve! Y por entero que pienso sin existir.

Entonces, en medio de su exultante ánimo, la ánima reparó en lo que acababa de decir, en dónde y en la situación misma en que se encontraba. Aquel preámbulo de miradas extraviadas había tenido tiempo y lugar indeterminado (como siempre ocurre en el más allá) por lo que la cápsula de su demente vehemencia estalló justo a tiempo, a tiempo para escuchar lo siguiente:

– Miralo, pobre diablo.

Será cruel, pero realmente era un vil diablo aquel anónimo, un sin nombre que acababa de reparar en que su vida de ciego se había clausurado para dar paso a una más tranquila, menos adiposa pero no por ello menos real: se encontraba ahora en el mismo plano del amor, en el de los demonios.

Pero, por lo menos, ¡ve!

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