Cuando abro los ojos lo primero que veo es la ventana abierta de par en par y a través de ella, un paisaje maravilloso, el paisaje de mi niñez. Cuando me asomo me inunda la misma sensación de bienestar de entonces y hasta aparece, calcado, el pellizco de felicidad en el estómago. Me visto a toda prisa y bajo a la cocina a tomarme el desayuno. Después voy a buscar a mi amiga y ambas nos adentramos en el monte que rodea la aldea. Cada día vamos por caminos diferentes, siempre haciendo pequeños descubrimientos, siempre celebrándolos. Abrazamos los árboles, escuchamos el trino de los pájaros, nos reímos. Sobre todo nos reímos. A veces nos tumbamos en el suelo, cogidas de la manos y hacemos planes. Vamos a estar siempre juntas, hasta que nos muramos. 

– Vamos, ya es hora de volver. Tengo hambre.

– Sí, me digo. He de levantarme de la cama. Se ha hecho tarde.

Suena el teléfono.

– Abuela, ¿cómo lo llevas? ¿te aburres mucho? Todavía nos queda confinamiento para rato.

– No, no me aburro. Además salgo cada día y me doy un buen paseo con mi amiga Teresa.

Silencio.

– No te preocupes, no se me ha ido la cabeza. Solo tengo, ya sabes, exceso de imaginación.

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