Desde el día en que dijeron que el virus afectaba sobre todo a los ancianos, no volvió a salir de casa. Se abasteció de comida suficiente para más de tres meses.
Los primeros días dedicaba sus mejores horas a la lectura. Solo veía el noticiero en la mañana. Meditaba, o fingía que meditaba, durante las bochornosas horas de la tarde. La mayoría del tiempo estaba sentado en el sofá. Cuando el dolor de espalda comenzaba a ser molesto, caminaba de la sala al cuarto y de vuelta a la sala, se asomaba a la ventana, iba a la cocina, abría el grifo, bebía medio vaso de agua, miraba el reloj en la pared, otra vez a la ventana, en el baño se miraba en el espejo por un lapso de tiempo indefinible, volvía a la sala y se tumbaba otra vez en el sofá.
Abandonó la literatura por encontrarla irreal y absurda en tiempos en que se necesita estar alerta a la realidad . No obstante, también dejó de ver el noticiero, porque las «historias de la gente» le parecieron un modo estúpido de particularizar un drama general, y las «cifras y estadísticas» le parecieron una forma insensible de generalizar la situación. Lo que pasara detrás de la ventana dejó de interesarle, renunció a la hora y al reloj y se entregó al instinto de comer cuando sintiera hambre y dormir cuando sintiera sueño. Los últimos cuarenta días de su vida ni se bañó ni se cepilló los dientes. Lo de mirarse al espejo le pareció lo más vano.
Pasaba horas y horas acostado en el sofá, mirando para arriba, quizá enumerando las manchas en el techo, quizá con la mente toda en blanco. Por la mirada podría decirse que estaba descubriendo algo.
Solo fue quince días después, con la medida de la cuarentena levantada, cuando los vecinos sintieron la putrefacción de su cadáver. En la época de la pandemia, murió de soledad.
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