Cipriano se había hecho mayor sin darse cuenta. Un dolor por aquí, un achaque por allá y de repente se encontró jubilado y aburrido en su minúsculo piso. Al principio se quedaba atontado, sentado en el sillón. Pero luego se dijo a sí mismo que todavía no estaba mojama, así que empezó a salir un poco y a ir al cine de vez en cuando.
Lo que le apasionaba realmente era ir a los toros cuando se lo podía permitir. Porque esa era su pasión, los toros. Había sido banderillero toda su vida, desde chaval, y sólo con entrar en la plaza y oler la arena y a la multitud jaleando a los toreros se emocionaba y le brillaban los ojos como ascuas.
Pero Cipriano se encontraba muy sólo. Ni se había casado, ni había tenido hijos, ni conservaba ningún pariente en el pueblo. Así que sus amigos decidieron regalarle un perrito. Un perrito pequeño que no le diera mucho trabajo.
Lo llamó Manolete. Era un bichon frisé blanco alegre como un día de mayo. Pronto se hicieron muy amigos. Compró comida de perros, una correa y le puso una manta en un rincón para que estuviera más cómodo. Manolete retozaba y saltaba entre sus piernas. Poco a poco Cipriano se acostumbró a hablar con él y a contarle sus penas.
−¿Sabes, Manolete? Espero que no monten mucho follón con los toros. Van a acabar por prohibirlos. Una cosa tan hermosa.
La alerta por coronavirus lo cogió por sorpresa. Le parecía que lo que estaba pasando era una cosa muy antigua para ser verdad. ¿Por qué tenemos que estar encerrados en casa como si fuéramos apestados? Le entró una angustia tremenda. No podía dormir.
Una tarde vistió su traje de luces y le puso la correa a Manolete. Luego bajó las escaleras y esperó en el portal hasta que dieron las ocho. Entonces salió, se colocó en el centro de la calle y, quitándose la montera, caminó lentamente mientras saludaba sonriente, a derecha e izquierda, a sus vecinos que aplaudían con entusiasmo.
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