Son las nueve de la noche, con mi papá salimos a la calle —pero del lado de adentro de la reja— a aplaudir a todos los que están peleando allá afuera, no sé si sea importante para ellos o si lo hacemos porque no podemos hacer otra cosa. Aunque en mi país la pandemia aún no desató toda su furia, ya está entre nosotros, y también nos llegan noticias de todas partes, de gente que cae y perece y de decisiones difíciles de los médicos y de los amigos de papá en el extranjero que nos escriben para contarnos que están asustados.
Escuché por ahí que ésta es algo así como la tercera guerra mundial, que la Tierra necesitaba un respiro de nosotros, que se habían perdido los valores y otras cosas más que mucho no entiendo. Nosotros un día salimos y al otro no, porque cuando mamá se queda en casa nos pegamos a ella, pero las noches que se va a hacer la guardia aplaudimos y miramos las caras de los vecinos en las terrazas o en los balcones, porque mamá se fue al hospital y no podemos hacer otra cosa más que aplaudir sin que ella lo sepa siquiera. Tenemos miedo —aunque es una mujer muy fuerte— y a papá le cuesta mucho dormir por las noches, y eso que me tiene que cuidar, cambiar los pañales, bañarme y darme de comer, para después dormirme, así que debe estar muy cansado, pero se queda la noche en vela, fumando y esperando por mamá. Yo a veces me despierto pero no lloro porque me parece que está muy triste, sólo lo miro sentado en la cama o agarrando otro cigarrillo para ir al patio. Cuando no hay guardia son los días lindos; mamá me baña, me pone vestidos mientras papá cocina, y cuando me duermo sé que se quedan hablando hasta tarde, después duermen los dos muchas horas, como si no quisieran que llegara el otro día —el de los días feos— en que otra vez mamá se va a la guardia y nosotros salimos a aplaudir.
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