La sábana cae al suelo y el polipiel verde oscuro se le pega. Ya no sabe cómo sentarse en el butacón después de tres días y tres noches metido en este gimnasio que han habilitado para enfermos graves sin criterios de cuidados intensivos por edad. Mira los techos altos, las paredes recubiertas de espalderas donde alrededor de cien enfermos comparten una fiebre oscilante, sueros, tedio y asfixia a partes iguales. La zona está delimitada por cinta adhesiva roja en el suelo. Él está en la “zona sucia”. Por fuera está el otro mundo, ese al que quizás no vuelva. Manuel no tiene miedo. Sus setenta y seis años le han dado suficiente orgullo vital para que no le importe morirse, aunque preferiría que no fuera así. Se acerca una enfermera. Viste un mono blanco, calzas y guantes. Unas gafas panorámicas dejan entrever los ojos. Va entregando a cada persona un papel y un bolígrafo. Puede escribir lo que quiera, que se lo enviarán por foto a la familia. Un dibujo. Una poesía. Un beso. Lo han recomendado los psicólogos. En la cuartilla cabrán 300 asfixiantes palabras a lo sumo. Sigue su ronda y Manuel se sumerge en la lasitud del cansancio extremo. Piensa en cómo mantuvo el aislamiento en casa. Subía a pie para no cruzarse con vecinos. Limpiaba cada cosa que tocaba. Le inunda el ahogo, se ahoga en un mar de aire en bajamar. No sabe si es la conciencia del encierro o es el virus. Mira alrededor y decide aguantar, respirando más profundo. Pero el aire no quiere entrar. Observa la hoja. Le cansa la idea de escribir. Cuando estaba en la cola del tabaco su nieto vino corriendo y se quedó con él. Su corazón late con fuerza. Ese fue el único contacto. Se ahoga. Quizás deba pedir un respirador. Mira, ahora sí, la hoja en blanco. Debe avisar a su hija. Toma el bolígrafo. La enfermera se acerca con mirada dulce y comprensiva: “Vaya, hoy no queremos escribir: No pasa nada”. Y recoge de sus manos el papel, alejándose hacia la “zona limpia”.

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