La crueldad del trocito de zanahoria

La crueldad del trocito de zanahoria

Todos los días abro la lata para los gatos, reparto la comida equitativamente. Después como ciudadana concienciada que soy, voy al fregadero para aclarar la lata, antes de tirarla en el cubo con la bolsa amarilla. Pero siempre, y cuando digo siempre quiero decir siempre, un pequeño trozo cuadrado de zanahoria se ha quedado pegado en la lata y tras echar el agua, cae al fregadero.

Es absurdo, lo sé, pero me crispa los nervios. Me pregunto ¿es siempre el mismo trozo y lo que pasa es que vivo en un bucle sin fin? ¿Es un mensaje del dios de las zanahorias que no alcanzo a comprender? ¿Es por mi pelo rojo que ahora se está volviendo blanco y no puedo devolverle su esplendor por las circunstancias? ¿Por qué se empeña ese minúsculo trozo de zanahoria en romper la armonía del limpio fregadero? ¿Es qué no somos más que eso, un pequeño trozo de zanahoria hervida que se resiste a sucumbir, a salir de la lata para ser devorados o a caer por el fregadero de la historia sin dejar ni una huella de nuestro paso por la tierra?

Olvido lo que sucedió cuando di de comer a los gatos el día anterior concentrándome en las múltiples tareas con las que ocupo el tiempo: casa, lectura, escritura, mails, redes, noticias en la televisión. Por la noche abro la lata, la vacío, la llevo al fregadero y como en una pesadilla repetitiva y cruel, el trocito de zanahoria vuelve a aparecer, cuadrado, del tamaño de una uña del dedo meñique. Se ríe de mí, se venga de su muerte porque sabe que estoy aquí y estaré mañana y el otro y el otro. Sabe muy bien que tendré que verla caer al fregadero limpio un día tras otro y que a ella como está hervida, ya le da igual.

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