El frío por la ventana me ha despertado. Vivo anestesiada a ratos. Cuatro suscripciones a plataformas digitales parecen haber sustituido al Prozac. Me permito rebozarme en mi tristeza, me recreo en ella. Recuerdo las palabras de mi psicóloga: “Tiendes a caer en el victimismo”. Abrazo ese mantra hasta que lo convierto en mi bandera.
Intento tranquilizarme, pero no lo puedo evitar. Siento que este virus, o mejor dicho esta curva, me ha arrebatado un brazo. Digo un brazo porque tuve la suerte de nacer con uno – en realidad con dos- pero nunca he dado las gracias a mi brazo por estar ahí. Ni siquiera cuando logro llegar a los estantes mas altos. Me sucede algo similar con la libertad. Yo nací libre y nunca se lo he agradecido. Sin embargo, cumplo veinticuatro encarcelada. Cambiaría un brazo por salir a bailar. Lo más valioso es intangible me digo- aún así la cuarentena parece más liviana cuando tienes un jacuzzi en casa- pienso.
Como antídoto a la tristeza, me digo que esta situación es temporal. Temporal dícese de aquello que “pasa con el tiempo, que no es eterno”. No obstante, he perdido la noción del tiempo, fue desapareciendo paulatinamente, se desvaneció a medida que se iba trazando esa curva. Esa curva omnipotente y omnipresente que establece el dictado de nuestras vidas: “los expertos advierten, la curva no se aplanará hasta mediados de mayo”, “la OMS advierte que la curva seguirá creciendo, lo peor esta por llegar”, “hoy ha sido un gran día, estamos empezando a aplanar la curva”. Pero, incluso, el aplanamiento se mide en muertos.
La curva me parece el mejor de los mercenarios, opino. Cualquier mercenario que se precie debería envidiarla. Ni el mejor de los asesinos ha generado tanto impacto. Cuanto poder, pienso. Han convertido el centro comercial donde patinaba de pequeña en un crematorio, recuerdo.
Mi móvil suena, modo anestesiado on, vuelvo a mi clase de glúteos perfectos.
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