La sensación de alarma cada vez era más evidente.

El gobierno estaba a punto de poner medidas de cuarentena, y yo… No me sentía con fuerzas de pasar todo el confinamiento con mi marido y mi hijo adolescente. Las cosas no estaban yendo bien. Un brick de leche había desatado nuestra última discusión. Pero si no era la leche, era la luz de la mesilla o el ruido que hacía al comer sopa.

Voy a cuidar de mi madre, dije. Cogí algo de ropa y varios libros y me marché.

Reservé una habitación en un hotel de la Barceloneta desde el que se podía ver la playa. El corazón se me aceleró cuando abrí la puerta de la habitación. Me sentía culpable, pero a la vez, me sentía más viva y libre que en los últimos 20 años.

Viví ajena a toda la histeria colectiva y a las acciones ciudadanas que se creaban. Escuchaba los aplausos, veía las patrullas de policía desde mi ventana y a gente caminando con mascarillas y guantes como si participasen en el rodaje de un blockbuster. No encendí mi movil. Ni si quiera me preocupé por mi madre. Disfruté.

Estaba sola por fin.

Yo y Madame Bovary.

Yo y la ventana.

Yo comiendo queso y bebiendo vino.

Yo.

Al fin viviendo el presente en primera persona.

Volví a casa una semana después. No sé si fue por sentimiento de culpabilidad o por deseo.

Bueno, sí lo sé.

Llegué a casa antes de la hora de cenar.

Luis se acercó a recibirme fingiendo que no llevaba una semana fuera de casa. Adrian ni siquiera salió de su habitación. ¿les importa algo a los adolescentes?

Mentí a Luis acerca de mi madre y cuándo se acercó a abrazarme haciendo una broma sobre la leche di un paso atrás.

-Cuidado! Voy a lavarme las manos.

Entré en la cocina y me derrumbé al ver el estado lamentable en el que se encontraba. Los platos sucios y las cazuelas llevaban una semana acumulándose. Luis se quedó plantado en el marco de la puerta avergonzado.

-Pensaba arreglarlo justo ahora. -Dijo.

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