Encima de un hule estampado con flores, iluminada por los rayos de un resplandeciente sol de mediodía, relucía la botella vacía. Oriol Bohigas, el crítico de cine que vivía en el quinto, se la enchufó entre pecho y espalda y acabó viviendo la mayor resaca del dios Baco de los últimos meses y posiblemente años. Intentó ver La cabina de Antonio Mercero en una de esas plataformas de pago a las que solía recurrir para revisitar obras extrañas que le entusiasmaban. La encerrona del personaje de ficción le resultaba familiar, le generaba la misma angustia que percibía en sus días pares de cuarentena.
Oriol dejó de leer periódicos con artículos de poca monta que sólo rellenan espacios y eligió el ascetismo informativo para seguir sobreviviendo a la crisis. Disponía de otro pasatiempo al que no eran ajenos el resto de los habitantes del portal: la cocina. Sus estofados mañaneros perfumaban los rellanos de toda la escalera, sometiendo constantemente a sus vecinos a informales catas de pucheros. El olor a pimienta y a canela subía por los huecos de los muros, entre tuberías, tras los tabiques, como el calor de los radiadores asciende dejando fríos los niveles inferiores. Los pucheros le duraban una semana, soltero como era, tocaba a más y por eso guardaba la comida en envases de plástico, que congelaba con la fecha de consumirse escrita por fuera y a mano.
Además de ver cine y escribir las subsiguientes críticas para revistas especializadas, todo ello aderezado con esas pausas destinadas a la elaboración y el disfrute gastronómico, otra gran afición que tenía Bohigas era cascársela en su estudio mientras fijaba la atención en algún balcón de los que tenía enfrente, imaginándose a sus vecinos haciendo lo mismo, en lo que resultaba una estupenda fantasía comunitaria y fílmica: La ventana indiscreta de la masturbación colectiva. Por fin colaboraban todos juntos con la vista puesta en un mismo objeto. El placer inmediato de este onanismo mataba el horizonte de ansiedad al que todos en la colmena se habían visto abocados.
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