Estoy en el baño con una pasta verde y pegajosa escurriéndome por la cara a modo de mascarilla hidratante. Tengo dos rodajas de pepino preparadas para ponérmelas en los ojos. No sé muy bien para qué sirven pero lo he visto en las películas. Me he puesto la ropa más andrajosa que tenía en el armario y he hecho unas cuantas flexiones para sudar un poco.

Ya han pasado dieciséis días desde que decretaron cuarentena obligatoria y mi paciencia empieza a agotarse. Lo que más me molesta de todo esto no es el confinamiento, ni los innumerables memes que me llegan por WhatsApp o las noticias incesantes sobre el virus en la tele. Eso, de momento, lo puedo soportar.

Con lo que ya no puedo más es con la obsesión que le ha entrado a mi pareja por el sexo. Da igual la hora del día o de la noche o las veces que ya lo hayamos hecho. Desde que no podemos salir de casa, siempre quiere más.

Ahora lleva un rato esperándome en la habitación con un ejemplar del Kamasutra que le ha dejado en el felpudo un repartidor de Amazon esta mañana.

Así que, aquí estoy, preparándome en el baño a ver si mi mujer, al verme aparecer con estas pintas y barba de diez días, me deja un rato en paz.

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