Salgo del hospital. Son las nueve de la mañana. Ayer entré a las seis, cuatro horas antes de mi turno: Dos compañeras de la tarde empezaron con fiebre. Llueve. Pero me quedo paralizada en algún punto entre la puerta de urgencias y mi coche. No puedo avanzar; tengo que llegar a casa, ducharme, preparar el desayuno a mi madre. Mi espacio es mi dormitorio y la cocina, ella tiene el resto de la casa. No puede verme porque a la distancia que le permito sus ojos ya no alcanzan. Nos comunicamos a través de las palabras. Es en mi voz donde tengo que ser muy cuidadosa, porque es el termómetro donde ella sabe cómo estoy, y no puedo derrumbarme. Sigo ahí. Parada. Conteniendo el llanto. Y pienso en Pau. En María: Un compañero los trajo en su coche. Apenas podían respirar por sí mismos, agotando sus débiles energías en conseguir un poco de aire. Avergonzados quizá de la decrepitud de su estado. “Dio el aviso una vecina, me los encontré en una situación dantesca”, dijo, “no había ambulancias”. Pau me mira, le acaricio la mano, me aferro a ella como si pudiera así insuflarle el aire que le falta. Me señala a su mujer: “Cuídela”, balbucea. Murió en espera de una cama. Sentado. María sigue allí. Perdida en el caos. Sola. Perdóname, Pau. Pienso en mi madre. En la suerte que tengo de tenerla conmigo. Me ahogo de pensar que pudiera contagiarla. No llueve, y siento que alguien apoya su cabeza en mi espalda. No dice nada, pero sé que es mi compañero del turno. Apenas lo conozco, pero nos unen las más desgarradoras emociones. Y su calor me reconforta. Me doy la vuelta. Gracias. ¿Te llevo? “Sigo. Unas horas más”, dice. Yo vuelvo a las seis. Veo en su cara lacerada que también él ha dado negativo. Sabemos que para nosotros eso es pasajero pero necesito disfrutar de ese instante y me acurruco en su pecho. Como una niña. Él me deja. Me consuela. Y en esos segundos me siento a salvo. Protegida. Y lloro. Por fin.

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