Las palomas de la plaza

Las veo desde la ventana de mi casa. Juntas, organizadas en grupo alargado, como discutiendo el plan de una revuelta. Desacatan los dos metros de distancia entre una y otra (de inmediato recuerdo que la medida no aplica para ellas; a la libertad del vuelo, ahora se le suma la de poder abrazarse cuando quieran). Pero además las noto apesadumbradas por una tranquilidad nunca antes vista. Carentes del miedo natural producido por el paso incauto de los bípedos, no se mueven. Por estos días no precisan del ir y venir vertiginoso al que se habían acostumbrado. Debido a su absoluta ausencia, les resulta innecesaria la fatigosa tarea de evitar los embistes descuidados de los que atraviesan la plaza absortos en sus ocupaciones y preocupaciones, unas veces con los rostros a dos centímetros de las pantallas, otras distraídos en la búsqueda de una mirada de la que puedan sospechar, y casi siempre extendiendo al máximo la zancada para llegar – donde sea que vayan – lo más rápido posible quién sabe para qué. Veo al grupo de palomas apostadas con dignidad en la plaza. Quizá sus pechos orgullosos escondan una extraña y hasta ahora desconocida sensación de desamparo, porque el niño de las dos de la tarde ya no las persigue tratando de atraparlas.

Pero supongo, antes de emprenderla, inútil la empresa de explicar a un grupo de palomas el significado de la palabra cuarentena, y mucho más arduo explicar su mecánica, ventajas y desventajas. Yo mismo aún no acabo de comprender.

¿Qué sera de la suerte de todas las palomas del mundo cuando nuestro encierro acabe? ¿Olvidarán acaso que existieron los humanos alguna vez, y cuando por fin salgamos no sabrán qué hacer y caerán vertiginosas debajo de las suelas, y serán aplastadas sus cabezas entre los dedos diseccionadores de los niños? ¿Sobrevivirán en los parques y las plazas en ausencia de la legión de solitarios que a cambio de compañía aviar entregaban la mejor parte de sus migajas?