Él llamó; ella no quiso abrirle. Muerta de miedo, no supo qué hacer. Él tocó con mucha fuerza, como si fuera a derribar la puerta. Ella, en posición fetal, cerró sus ojos y se tapó los oídos… como si fuera su último recurso de supervivencia.
Pero cometió un error: dejó la ventana abierta y el enemigo ingresó al hogar.
—Saliste a la calle sin precaución. Diste muestras de afecto sin cesar… y sabes que ellas me fortalecen. Estamos en guerra. No fuiste precavida. Si querías ganar esta batalla, la reclusión era tu tabla de salvación. Fuiste muy descuidada —amenazó él.
—Por favor, no me hagas daño. Llevo días encerrada entre estas cuatro paredes, sin hablar con nadie, sin tocar a nadie. ¡Dejé de ver a mi familia! Me alejé de los que amo. Sencillamente, dejé de vivir. ¿Qué más quieres? —sollozó ella, desesperada.
—No vine por ti. Vine por tus padres —dijo el enemigo.
—Por favor, no te los lleves. Ellos no tienen la culpa —replicó ella.
—Lo sé… pero es la misión que me asignaron aquellos que me dieron vida. Esta vez, tus padres pagarán el precio —replicó el otro, indiferente.
—Te lo suplico, llévame a mí —dijo ella, de rodillas.
—No lo entiendes, ¿verdad? Esto es mucho más grande de lo que imaginas.
—¿Pero de qué va esto? —inquirió la mujer.
—Es un intercambio: la vida de ellos por la tuya. Y por la de tus hijos, la de tus nietos… y toda tu descendencia —concluyó el adversario invisible.
COVID-19 tomó a sus padres. Invadió sus envejecidos organismos, los quebrantó con la fuerza de su mal y se los llevó lejos.
COVID-19 se llevó a sus seres amados… y a su miedo también.
Entonces, salió a la calle. Y ofreció su mayor muestra de afecto: la solidaridad.
Como voluntaria, laboró día y noche en un hospital. Deambuló por las calles de un mundo en cuarentena; rutas vaciadas por el distanciamiento social.
Trascurrieron meses: el adversario se debilitó; perdió ímpetu… sus ganas de aniquilar.
Muchos pagaron el precio del intercambio, del sacrificio.
Pero muchos vivieron para contarlo.
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