Y dijeron que en China estaba ,muriendo mucha gente y que, a Italia, iba pasar igual.

Yo no sabía muy bien de qué hablaba la gente, pero entonces, llegó el día en que el país paró. Todos delante de la pantalla de un televisor escuchaban el discurso en directo del presidente en funciones. Este, a su vez, declaró el país en Estado de Alerta y impuso una cuarentena a todos. “¡Bueno, a todos no!” Los sanitarios, policías, ejército, gasolineras, comercio alimenticio… estos, siguen trabajando.

Muchos fueron a un ERTE (Expediente temporal de regulación de empleo). Otros, como yo, seguimos con nuestros trabajos. Soy expendedora de combustible en una estación de servicio. Mi trabajo consiste en su mayor parte en la atención al cliente, cara a cara.

Los primeros días, escuché frases como: “¡Que no tengo la peste!” Otros; “¡Cuidado, a ver si te contagio o tu a mí!”

Los propietarios de la empresa nos providenciaron mascarillas, guantes y alcohol gel.

Lo que estoy viendo, a mis cincuenta y dos años, es una nación que no está preparada para una situación de esta magnitud. No están educados para ello.

Estamos en el décimo segundo día de confinamiento y aun andan por las calles los que se consideran inmortales. Van sin cualquier medida de seguridad, valientes gusanos.

Mi sueldo, lo han bajado a razón de que también han reducido la jornada laboral. Mi cuenta en números rojos muestra mi clara situación. Las facturas siguen llegando y el banco sin piedad sigue aplicando sus comisiones. A las empresas proveedoras de agua, luz, gas y telefonía no les importa si te has contagiado, muerto o si te bajaron los ingresos. Ni si tus hijos tienen que seguir las clases desde casa.

Todos los días, salgo a trabajar con el corazón desbocado. Temo que sea el día que me contagie o el día en que traiga algo malo a casa. Me quito las botas antes de entrar y me desvisto en la terraza, visto que mi descendencia tienen patología de riesgo y debo extremar la seguridad.

Por todo esto les pido: “QUEDATE EN CASA, GRACIAS.”

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