No me gustaba patinar. Hacía años que no nevaba en Madrid y el único hielo que me agradaba era el de los veranos. Por otro lado, aquella luz apagada me parecía sospechosa. Pero, a veces, nos parábamos a contemplar la pista de camino al cine o la bolera. Llevábamos las manos cargadas de patatas cubiertas con una salsa color flamenco. No podíamos aguantar y empezábamos a comer antes de llegar a la sala. Mirábamos el centro de la pista. Un día podríamos quedar para patinar, sugería alguna. En el centro, estaban los ágiles, aquellos que eran capaz de deslizarse hacía atrás, describiendo curvas como McFlurrys. Igual el viernes que viene, contestaba otra. Pegados a la barandilla, estaban el resto. Unos tenían miedo, los otros la certeza de que no aprenderían nunca. Los habían arrastrado sus amigos, que, de vez en cuando, como obuses, escapaban del centro para dar lecciones a los más rezagados. Bueno, vámonos, concluía yo en algún momento, no quiero perderme otra vez el principio.

Teníamos quince años y nos gustaban las películas de miedo.

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