Siempre me ha parecido angustiosa y carente de sentido una vida enjaulado. Por eso sacaba a pasear al perro de mi primo hasta que me miraba con cara de «bueno, ¿qué?». Por eso siempre soltaba a mi hámster y lo perdía durante días. Por eso nunca cerré la puerta al voladero de mis pájaros y tuve que quitar los espejos para que no pensaran que el salón continuaba y chocaran contra ellos.
Nadie debe vivir sintiéndose encerrado.
Pues bien…Heme aquí.
El peor momento del día es, sin duda alguna, el despertar. Desde que se impuso el confinamiento sueño que me escapo, que hago excursiones, que el sol me toca la cara, que veo el mar…Cuando abro los ojos me doy cuenta de la realidad y me invade el desasosiego. Paso un largo rato mirando las noticias con el móvil, a ver si el cosmos ha mandado alguna solución divina contra el enemigo. Nada. Me acuerdo de que tengo en la estantería los libros de la oposición. Pienso en retomar antiguas batallas pero decido retrasar la agonía.
Por fin, con un gran esfuerzo, me pongo en pie. Ya está lo más difícil. ¿Sabéis que los psicólogos recomiendan llevar una rutina estos días? Limpieza, cuidado personal, ejercicio, comidas… Todo bien calculadito para perpetuar la salud mental. Pues que me preparen una cama en el psiquiátrico, ¡que allá voy! A partir de aquí es una locura. Un batalla campal. Un «lucha por tu vida». Un «sálvese quien pueda». Un despropósito. Un «Jumanji: The next level».
Las comidas se juntan con las cenas. Los trabajos académicos con visitas a Instagram. El ejercicio físico con los grupos de WhatsApp. Los libros de la oposición me miran y yo me hago la sueca. Descargo películas mientras veo películas. Leo libros de psicología mientras escribo relatos sobre la libertad. Lloro por sentirme atrapada en «El día de la marmota» y a los cinco minutos me parto de risa con un meme sobre el confinamiento…
Pero no está todo perdido. Todavía conservo el humor.
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