El día que anunciaron todo, entendí que no podría sobrevivir.
Iluso pensar que tuve la oportunidad cuando las cosas eran muy propicias, tenía la mejor época, tenía las oportunidades, pero no tenía la confianza. Ahora estoy en casa, soñando con el fin de la espera, suplicando poder llegar a tiempo, para verte otra vez, aunque mis esperanzas sean nulas, llena de dudas.
Fui a la plaza más cercana que encontré. Allí sin querer, empecé a soltar lágrimas. Me expuse mucho estando allí, pero nada importaba.
Volviendo a casa, observé como a un señor mayor le costaba llegar a la suya, cargado con provisiones. Lo ayudé a llegar, y noté que él estaba fatigado, estaba sufriendo, apenas podía hablar y tosía a ratos; «No es país para viejos» Me dijo.
Los días pasaron, las semanas transcurrieron sin saber qué hacer, sin saber a quién acudir. Pero teniendo claro que, cuando se acabara todo esto, me sinceraría con ella. Esta cuarentena me hizo reflexionar en lo corta que es la vida. No hay que perder un segundo.
Faltaban unas horas, unas malditas horas que se hacían eternas. Apenas tenía fuerzas, cada vez me sentía mal, pero me rehusaba a rendirme. Con un poco de esfuerzo la llamé por el teléfono, diciéndole que teníamos que hablar, que iría en un rato; «Te espero» me dijo, asentí y corte.
Salí a la calle, había terminado todo. Corrí lo más que pude, no era suficiente. Me tropecé con una persona que estaba en el suelo, no le di importancia hasta que vi a muchos en ese mismo estado, saliendo de sus casas y desplomándose para nunca volverse a levantar.
Seguí corriendo, pensando solamente en llegar. Ya estaba a una cuadra, tenía preparado todo lo que le iba a decir. Había practicado todo este tiempo, estuve tan cerca de su puerta y la vi, estaba tan hermosa como la recordaba, había valido la pena haber aguantado para verla una vez más, así que sonreí y me desplomé, viendo como ella se acercaba corriendo hacia mí, y cerré mis ojos, feliz de haber cumplido la espera.
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