Abro la puerta y observo con detalle las especies que lo habitan. Busco con urgencia, como haría un fanático ornitólogo con alguna rara especie de ave. En mi caso busco con furor todas las cacerolas que poseo. Doy con ellas, no es difícil, los armarios no son más grandes que una tira de buzones.

Al tomarlas les miro el culo, el mango, los tornillos que como garrapatas ensamblan las piezas para que las operaciones sean lo más favorables posibles al usuario. Al momento las deposito sobre la encimera y empiezo a barruntar en mi cabeza cual podría ser la cacerola de derechas y cuál la de izquierdas. Reparo con torpeza en que tenía que haberme documentado sobre las caceroladas previas, haber observado con avidez la morfología de las mismas y la tipología del tipo o la tipa que las aferraban en los balcones. Nada que hacer, puesto que las imágenes son escasas y ocurren ya entrada la noche.

Me digo en voz alta de volver a colocarlas, me ha entrado hambre con solo de verlas. Me sugieren guisos sabrosos a fuego lento. Medito si el marmitako es o no propiamente nacionalista, también, si la porrusalda puede tener un atisbo religioso cristiano romano y si el rabo de toro podría sesgarse hacía orillas demasiado bien conservadas. La verdad es que estoy pensando seriamente en estos días de reclusión extensa llevar a cabo algún vademécum sobre gastronomía política y social. Lo malo es que habrá que tener cuidado con el régimen.

Por el momento decido quedarme con los aplausos a esa gente que está al frente, como los papiones, que en fila derrotan al hambriento leopardo, mientras las hembras y jóvenes esperan en los árboles. Y por supuesto ya he decidido que cacerola usar cuando la cague una y otra vez. No me cabe una paellera en mis aposentos.

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