Aún faltan al menos seis horas para el amanecer, pero mis ojos siguen abiertos repasando cada detalle: Me pondré el suéter negro con capucha para taparme el cabello, usaré las gafas de sol para protegerme los ojos, pero nada de aretes, relojes, anillos ni pulseras, llevaré los tenis rosa con medias altas y el pantalón negro… Ya preparé el recipiente con alcohol, tengo la mascarilla –aún me confundo si debo usarla por el lado blanco o el azul-, ¿guantes? No tengo guantes…

No paro de dar vueltas en la cama, tratando de recordar cada una de las indicaciones que debo seguir al estar en la calle y al regresar a casa, me duermo de a momentos…

No sé qué hacer, se me olvidó, no sé qué debo hacer… Es que no soy médico… Me despierto de golpe, era una pesadilla, me vi vestida de doctora en una sala de emergencia, desesperada, perdida… Recuerdo vagamente la escena, pero mi mirada estaba fija en mis manos con unos guantes quirúrgicos, mientras repetía que no sabía lo que tenía hacer…

Sigo insomne, me levanto al baño y veo mis ojeras en el espejo… Parezco enferma. Me doy cuenta de que tengo que comprar más cloro. Lo anoto al lado de las otras cosas pendientes.

Apenas se cuela un poco de claridad por la persiana de la habitación, decido que es hora. Me visto de acuerdo a lo planificado, reviso de nuevo todos los implementos para desinfección en mi bolsa.

Enciendo el auto, abro el portón y salgo a la calle, tras cumplir cabalmente siete días de cuarentena. Veo a algunas personas con mascarillas caminando por las calles, y poco a poco comienzo a sentirme más tranquila. La escena no parece tan apocalíptica como la que mi mente me jugó durante toda la noche. Vuelvo a casa, cumplo al pie de la letra el protocolo para minimizar la probabilidad de contagio, y pienso que debo parar la sobreinformación antes de que el miedo me enferme peor de lo que sería contraer el propio coronavirus.

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