Cuarto día de encierro.

Tos, algo de fiebre. ¿Covid-19 – no se por qué pero me suena a mascota deportiva – o catarro descomunal?

¿Quién se arriesga con la que esta cayendo?

Salir al baño, asomarme al pasillo, cuatro pasos de ida, cuatro de vuelta, cuatro de ida, cuatro de…

Respirando con la mascarilla como un buzo en su escafandra.

Enjabonando las manos durante 20 segundos, que luego fueron 40, que ahora 60…

¿Cómo se cuentan los segundos? «Cumpleaños feliz» dos veces, dijeron por la tele, ¿cuántos segundos son?

«Un chimpancé, dos chimpancés, tres…», cuando voy por 25 ya me perdido. Unos cuantos chimpancés más y mis manos libres de gérmenes ¿me puedo secar en esta toalla? ¿o voy a por la que tengo en mi habitación? Pero entonces ¿me contamino otra vez?.

El pulverizador de agua con lejía en una mano, la bayeta en la otra, tratando de identificar lo que puedo haber tocado para desinfectarlo enseguida.

No puedo ver la tele, esta en el salón y cuando toso seguro que, aún con la mascarilla, esparzo virus.

¡Qué agobio!

Vuelvo a mi encierro, al Facebook, al e-book, a la tablet a la que no le da la gana arrancar.

Abro la ventana tratando de respirar lo que era antes vida: ruido, coches, bullicio, gente, mucha gente, prisas, voces, risas…

Pero solo hay silencio, un silencio que casi asusta. Lejos un perro al que contesta otro perro; una persiana que se abre, o se cierra; el golpeteo de una cacerola; el llanto de un niño y los pájaros, si pájaros, que casi podía llegar a pensar que ya no existían.

Y me pregunto ¿cómo será luego? Cuando nos dejen, cuando nos atrevamos a salir.

¿Estaremos? ¿A quién tendremos que llorar?

¿Cómo habrá cambiado al mundo este monstruo con corona?

Y eso aún me asusta más.

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