La lectura de un artículo de Leila Guerriero, hoy, domingo, en El País, me ha traído de nuevo a mi madre. Copio un párrafo: “ Sin embargo, evité estar en el momento exacto de la muerte de mi madre. Ver ese milagro inverso, ese alumbramiento al revés, me parecía monstruoso. Así que durante su agonía rehuí quedarme sola en su habitación. Murió en el hospital, a medianoche, unas horas después de que pasara a verla. Mi padre me avisó por teléfono. Durante el velatorio me quedé mirándola un rato. El hombre con quien vivo se acercó y me dijo: “No la mires. Ya no es ella”. ¡Oh, sí! Claro que era ella. Era mi madre. Muerta. Tenía que mirarla mucho porque no iba a tener tanto tiempo para contemplarla en su muerte como el que había tenido para contemplarla en vida.”.
Yo no evité ese momento exacto de su muerte, la acompañé hasta su último suspiro, muy cerca de su rostro, como acercando mis ojos a los últimos latidos que la vena carótida iba espaciando cada vez más, como esas manecillas de reloj que van marcando los últimos segundos y se paran, como precipitándose. Todavía era ella. Un segundo después, era mi muerta para siempre, aunque seguirá viva en mi mente hasta que mi corazón también se pare; viva en sus gestos, en su voz (ay, recordar su voz). Pero se te pierden por algunos sentidos, como el olfato, porque ya no consigo recordar su olor.
El dolor era mi arma contra el olvido. Todavía con las cenizas en una pequeña urna en el salón de casa, antes de llevarlas al cementerio pocos días después, la tomaba entre mis manos y la abrazaba sin dejar de llorar. El dolor me la hacía tan presente a todas horas, incluso me parecía verla entrar por la puerta de mi oficina, los martes de mercado, sus martes, en que venía del pueblo a la ciudad para darse una vuelta y ver a su hijo. La acompañaba al autobús y la dejaba allí como se deja a una novia: con infinita devoción.
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