Cuando llegó la orden de confinamiento, dudé si hacerlo en casa de mis padres o en la de mi novia, morada de los fines de semana.

Esa mujer me convenció para recluirnos juntos, vendiéndomelo como días de gloria y noches de pasión. Groso error.

Comprábamos por Internet y no teníamos perro. El portero bajaba la basura.

Yo tenía que hacer teletrabajo, ella nada de nada. Pasaba el día limpio sobre limpio, molesto que te molesto. Que si “me aburro”, que si “déjalo ya”, que si “vamos a morir todos”, que si dale que te pego con el móvil, que si “Ana Rosa Quintana dice lo que Pedro Sánchez calla”, y así…

Ahora bien, como soy un chico listo, y no hay mal que cien años dure, busqué la solución….

Había un elemento externo del que ella no se había percatado. No tenía protocolo de desinfección para la bolsa de pan que cada día dejaba el panadero en nuestro picaporte. Por mucho cuidado que el buen hombre pusiera, algunos virus soltaría a diario en el exterior de la bolsa. Cada día cogía yo la parte contaminada de la bolsa y la volvía del revés, con los panes hacia dentro, en contacto directo.

A la semana, mi novia sucumbió. Hacía dos semanas ya que dormíamos separados.

Cuando empezó con fiebre, llamé a sus padres y a los míos. Antes de que llegaran los sanitarios, ya yo le decía a mi madre que me hiciera mi flan favorito.

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