El granizo golpeaba la ventana como agujas, como millones de uñas o manos diminutas pidiendo paso. Saliendo del congelador, que ya no congelaba, un olor a podrido se extendía por toda la cocina y parte del salón. ¿Era el congelador o mi anquilosado cuerpo en el sofá lo que desprendía aquel tufo?
Imagino que la muerte viene así, inesperada, mientras notas el frio cuero del sofá en la espalda y miras de reojo una película cualquiera, otra más.
Dicen que al morir pasas frío, yo imagino sin embargo un bochorno insoportable de estufa eléctrica que irá inflándome la papada. Dirigiré mi mano entonces hacia el cuello, como queriendo desabrochar un nudo de corbata vieja, pero no llevo corbata, tendré puesto un pijama sudado, y encima una sudadera, y encima aquella bata de pelos que me hace estornudar.
Morir debe ser como una infección en los ojos, como cuando el resfriado no te deja respirar por la nariz o como cuando escuchas el desagüe del vecino y piensas que es la lluvia cayendo; como sabañones en los dedos que no puedes dejar de rascar hasta que se despellejan y empiezan a sangrar, y sigues rascando hasta arrancarte los dedos y los brazos, y así poco a poco hasta que no queda nada.
Veo a la muerte como una babosa gigantesca de piel verde oscura que va subiendo por la pierna lentamente y va engordando mientras bebe mi sudor. Sus ojos como antenas no paran de moverse en un esfuerzo desesperado por seguir trepando mi cuerpo tumbado. Inmovilizando poco a poco cada parte de mí, se irá hinchando e hinchando, y cuando cubra todo por completo (mis brazos, mi cabeza, mi pelo y mis vísceras) quedará echada sobre mí como un perro reposando a la hora de la siesta, y habrá crecido tanto que ya no cabrá por la puerta de la casa, y se quedará ahí para siempre, sobre mi cuerpo y el sofá, habitando un gran espacio sin apenas moverse, hasta que digiera el hedor que desprende el congelador estropeado y el granizo vuelva a llamar a la puerta.
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