Todo había pasado muy deprisa. Las calles saqueadas de miedos pandémicos levantaban paradojas sobre nuestra sociedad y sus superpoderes, mientras que seguíamos siendo sólo humanos que sobreviven en la guarida de su defensa. La lluvia no alteraba ninguno de los pasos que ya no se atrevían a salir por el acecho de la enfermedad y la muerte, la cual no solemos tener presente cuando el tiempo cambia. Alguna mascarilla aparecía distante con alguna bolsa imprescindible para la vida o la soledad. Empecé a toser ásperamente, seguramente fuera el frío proveniente de la ventana, algo paralelo a mí, como cualquier idea de dolor físico o espiritual, rechazando vehementemente en aquel momento cualquier existencialismo que pudiera reducir mi vida, mi gran obra, a cenizas en un segundo. Quería salir. Saltar o volar habría sido insuficiente. Quería mojarme y empaparme de aquella realidad que por unos instantes me había devuelto a mi ser y mi cuerpo como animal perteneciente a un clan. En la retaguardia hoy por el arma biológica, sin embargo, no podía manifestarme como tal quemando contenedores y haciéndome notar al margen de un sistema opresor que tiende a mantenernos dormidos. Cerré los ojos. Era un buen día para morir. Me quité el camisón del hospital y me puse mi ropa. Sentí el bicho respirar dentro de mí, y le cedí mis pulmones. En unos minutos anocheció, en mi cara llovía.
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