Esta tarde observaba la calle yerma desde un plano picado entre los potes y geranios. La contemplé afinarse como un alambre sobre el que deambulaba un hombre espectral con su mascota. El silbido del viento que desmelenaba las palmeras ascendía hasta mi séptimo piso, como si afinase sus acordes en mi mente. Todo lo demás era silencio. Me incliné sobre la barandilla y me alivió que los fantasmas no pudieran escalar hasta las flores. Pero entonces, proyecté mis pasos en el verano próximo a lo largo de esta arteria. Y me vi flotar en una urdimbre de rutinas cruzadas sobre las cenizas de esta cuarentena: la oficina vuelve a vertebrar la distribución de mis horas, las atravieso hasta que despunta una cierta libertad bajo el imperativo de exprimirla, y elaboro listas, listas y listas de deseos, cosas que comprar y sueños que cumplir. Hoy me siento viva y muriéndome al mismo tiempo. Y me pregunto si quizás añoraré también los días de puertas para adentro, sin más normas que mecerse en la incertidumbre, detenerse en las horas largas y emocionarse con algunos detalles, como el perfume del tomate frito fundiéndose en el ajo y el aceite, la brisa que infla las cortinas en las tardes de lectura, la fiesta de volver del supermercado, el camarote en que se convierte nuestra habitación en la hora del próximo capítulo o el consuelo de la ropa tendida al otro lado de la línea.
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