Al lado de Matías, en el camión cisterna, éramos dos diminutos eslabones del inmenso engranaje de un país en guerra contra el virus. Silenciosos, taciturnos, recorríamos calles inmensamente vacías de un desierto Madrid, camino de nuestro siguiente objetivo: la residencia de ancianos que debíamos desinfectar. A su puerta nos recibió una Atenea enfundada en su traje de enfermería. Tras la mascarilla adiviné una preciosa sonrisa y, bajo mi equipo de desinfección, intenté corresponderle con otra, aún a pesar de que ella no pudiera verla. Y sucedió el milagro: ambos fuimos capaces de adivinar lo que no podían manifestar nuestras bocas atenazadas por las máscaras, porque nuestros ojos lo expresaban todo. A partir de…
─Abuelo, esa ya me la sé, es la batallita del coronavirus de 2020. ¿Quieres que te cuente yo el final?
─Pues claro. Tú puedes contarme lo que quieras.
─Eso pasó el 23 de marzo, el día que conociste a la abuela. Luego en septiembre os casasteis y en junio del año siguiente tuvisteis a papá. ¿Ves cómo me lo sé?
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