He salido del dentista, respondió. El mundo era otro, o la idea absurda de la normalidad es lo que realmente se transformó. Una hora y media estuvo en el consultorio, y al ver las noticias, todo era jodido y desagradable.
Entré y me diagnosticaron una fuerte infección, volvió a responder. Ella dejó de preguntar.
La gente no sabe dónde meterse o qué comprar. Me atendieron, anestesia, extracción del absceso dental -pus, y más pus-, y de regreso pasé por la farmacia, dijo. Aunque en verdad lo escribió de forma rápida desde su móvil.
Ella, ya no intervino para nada en la conversación. Él, pensó y dejó de hacerlo, aunque la verdad fue que caviló, y se sacudió muy fuerte de la voraz y peregrina idea, de que somos una vida disgregada. Pero, no atribuida a un grupo de hombres, sino a la vida misma que parece rota. Hecha para estropearse, y llevarnos a un lugar incierto, a una lucha desorientada y caótica.
Llegó al piso. Ella no escribió durante la tarde, ni a él, ni a nadie. Él tampoco lo hizo. Los dos vieron como el mundo se iba acabando. Ella, por su ventana escuchando el llanto de los demás inquilinos. Él, apagando y encendiendo el televisor, la radio y el ordenador.
Por la noche, él pasó a limpio los nombres y apellidos de setenta desconocidos para la sección de obituarios del diario local. Había cumplido treinta años trabajando en prensa; el favor y el encargo de su jefe para estos días, era convivir textualmente con la muerte. Ella, volvió a llamar. Él, la escuchó con paciencia.
Se enteró que ella pronto iba a morir. A pesar de estar confinada y en cuarentena, dijo ella. Yo también moriré muy pronto, dijo él. A los setenta años qué puedo esperar. Dejaron de hablar. Por la mañana, él volvió al dentista y al salir del consultorio marcó el número de ella.
Digamos, que hablaron otra vez de la muerte, de la lentitud de la esperanza, de la lluvia que cayó por la madrugada, y del sistema sanitario español.
Y a partir de aquí, es otra la historia.
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