Nos habían advertido que no debíamos salir de casa, si apreciábamos nuestra salud. Parecía sencillo.

Las escuelas habían cerrado y eso solo significaba más vacaciones, pero la razón detrás de esas medidas de seguridad era desolador.

Es como si el mundo no tuviese suficiente, o, por otro lado, estaba desesperado por quitarse de encima aquella especie que destroza todo lo que toca.

Mi perro suelta un ladrido lastimero, ya iba siendo una semana desde la última vez que lo sacamos a pasear, dada la situación. Sentía lástima por él, por el mundo. El mundo nos estaba echando a patadas pero nosotros nos resistimos porque somos una especie terca y orgullosa.

Observo mi pierna la cual se mueve en un vaivén constante y desesperado, el encierro no era lo mío, quería salir y correr como alma que lleva el viento, pero me contengo, porque el virus es el enemigo y nadie quiere estar cerca del enemigo. Somos más inteligentes que eso.

Cuando ya no aguanto más, salgo al balcón del apartamento y saco mi violín. Necesitaba expresarme de alguna manera, si no podía correr ni jugar en el exterior, al menos, tenía la música.

Comienzo a tocar y cierro los ojos sintiendo el instrumento como una extensión más de mi cuerpo. Siento la música y la hago mía. No pasa mucho cuando siento una guitarra. Abro los ojos y observo al edificio del frente: había un chico sentado con una guitarra, me estaba siguiendo el ritmo. Me siento avergonzada y dejo de tocar, pero él me anima a seguir. Entonces toco, y luego él toca. A nuestra rara melodía se une una trompeta, y luego unas maracas.

No pasa mucho cuando todo el barrio sale hacia sus balcones para unirse a la música o solo para escucharla. Sonrío con orgullo. Caigo en la cuenta que, no importa lo malas que sean nuestras situaciones, la comunidad se une y comparte. Estábamos luchando con algo que nos podía matar, pero luchábamos con orgullo y con música.

El mundo nos podía tirar lo que sea, porque con un frente unido, todo se puede.

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