Cuando fue decretado el estado de alarma, con la publicación de una batería de medidas en las que destacaba fundamentalmente la prohibición de salir a la calle para evitar el contagio masivo por el coronavirus Covid-19, me sentí la persona más dichosa del mundo.

¡Qué felicidad no acudir al cine, ni a los centros comerciales ni a cenar a un restaurante! Con la programación televisiva y Netflix me basta; con llamar al supermercado para que me traigan lo que compre por internet me sobra; con prepararme yo mismo la comida en la maravillosa angostura de mi cocina me siento más que satisfecho. ¿Cómo no envidiar a Onetti, a Proust, a Twain que trabajaban recluidos en la cama, cercados por las cuatro paredes que les aislaban del mundo exterior? ¿Hay mayor sensación de seguridad que verse rodeado de paredes limitadoras de espacios abiertos? Y hoy día con el trabajo telemático, miel sobre hojuelas… Esta pandemia es una bendición de Dios.

No, no padezco de agorafobia, no sufro palpitaciones, vahídos o pánico ante los espacios abiertos. Lo que sucede es que he descubierto con esta reclusión forzosa que soy un anacoreta vocacional y el confinamiento ha resultado ser un regalo para mí. No quiero volver a salir a la calle nunca más, no quiero que termine esta cuarentena, por eso he tomado drásticas medidas al respecto y acabo de comprobar que por fin la entidad bancaria en la que trabajo ha impedido mi acceso a las claves y a la información sensible, ergo han descubierto el desfalco que he perpetrado. Una auditoría interna determinará la cantidad desfalcada. He procurado que sea bastante dinero, así me aseguraré de que me encierren durante muchos, muchos años.

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