Al fin ha amanecido. Cada día que pasa lo hace un poquito antes. El sol impaciente proyecta sus rayos que se filtran a través de los pequeños orificios del panal, recorriendo todas las celdas hasta llegar al núcleo del mismo, donde hemos permanecido todas unidas formando un racimo para protegernos del frío durante el largo invierno. Su calor nos anuncia que la esperada primavera ha llegado invitándonos a salir.

Aleteo feliz para desentumecer mis alas, sacudiendo del mismo modo mi pereza. Ha llegado la hora de mudarnos, de encontrar una nueva colmena en una pradería repleta de flores. El resto de abejas también quieren salir, pero se lo prohíbo, que para eso soy la Reina.

Asomo la cabeza y la potente luz del sol me ciega por momentos. Cuando recupero la vista miro a un lado y a otro, vigilando que no haya alrededor ninguna velutina. Malditas sean, no quiero ser su desayuno. No hay moros en la costa, perfecto.

Comienzo mi paseo por el parque de la ciudad. ¿Qué extraño? No hay ningún humano a la vista. Sobrevuelo la zona más colorida del mismo, repleta hace unos meses de los seres más alborotadores y pequeños de su raza. Ni rastro. Continúo mi expedición y al fin me cruzo con una persona. Lleva media cara cubierta con un pañuelo blanco y porta guantes en sus manos. Curioso, pues la temperatura es muy cálida. Me acerco prudentemente a él, pero sorprendentemente no se asusta, me mira indiferente. Cada uno sigue su camino. Escucho ladrar a un perro tras de mí. Me giro. Va acompañado por su dueño que igualmente oculta la mitad de su rostro bajo la extraña tela blanca que, sin embargo, no consigue camuflar su tristeza. Sus manos también visten guantes blancos. Me siento confusa. De repente reparo en un detalle curioso. Escucho nítidamente el canto de los pájaros, el zumbido de otros insectos. El eco de una sirena rompe este momento. Regreso a mi colmena sin entender qué sucede, con una sensación agridulce y sin encontrar nueva casa. Mañana será otro día.

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