Vi las calles solitarias, sin gente, sin movimiento. Unos pocos buses, y quienes caminaban, con mascarillas y guantes, temerosos de que los pudiera contaminar estando al descubierto, con miradas de reojo al verme sin los aditamentos médicos, juzgándome como un indolente y un irresponsable en medio de la crisis.

Los negocios y la plaza, cerrados y abandonados, desde muy temprano, a lo mejor por malas ventas o por riesgo de contagio. Y la tristeza me embargó por unos segundos, pensando que tal vez nos lo merecíamos por egoístas y mezquinos, pues contaminamos la Tierra a diestra y siniestra, del mismo modo que nos tratábamos como el perro y el gato por temas de dinero, política y tonterías sin sentido, distanciándose de amigos, familia e inocentes que nada tenían que ver con nuestros problemas.

Un helado de leche me sirvió para endulzar la vida, mientras guardaba mis lágrimas y mi sentimentalismo patético, regresando a casa para guardarme en la cuarentena, una que será larga y duradera como este invierno que se avecina, ya sin bailes ni música ni deportes ni estudios, solo confusión, miedo y como no… mucha desolación.

Y el día está lindo y despejado. Las aves cantan mientras danzan con el viento que acaricia mi rostro, y los árboles rebozan de vida… pero nosotros, estamos prisioneros, en nuestras casas, por miedo a un microscópico ser que nos quiere ver muertos a todos.

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