—Boudicca, Viriato —dice la mujer incidiendo en cada sílaba. Posa sus manos sobre los hombros de sus oyentes con firmeza—. Recordad: debéis acorralar a los romanos.
Ellos asienten, muy serios. Viriato se coloca el yelmo en la cabeza: un poco destartalado, piensa, pero servirá. Mientras, Boudicca pasa su lanza de una mano a otra y se le cae al suelo. La recoge y se cuadra ante su comandante.
—Ahora, marchad.
La mujer se vuelve y, con el cuchillo en la mano, sigue partiendo cebolla. Nadie ve sus lágrimas rodando por sus mejillas.
Los dos guerreros se despiden con un saludo marcial y recorren las estancias. Un ruido les sobresalta al fondo del corredor y Viriato se lleva el dedo a la boca.
—Shhhh. Hay una bestia allí, en esa cueva. Debe ser un sabueso de los romanos.
Pronuncia el nombre con desprecio. Piensa en escupir para hacer más hincapié, pero sabe que la comandante se enfadaría.
—Hay que seguir —murmura Boudicca. Se da cuenta de que ha perdido la lanza y se encoge de hombros.
Cuando pasan junto al cubil de la bestia, el animal abre un ojo y agita la cola. Al cabo, vuelve a dormirse. Ya pueden oír a los romanos a lo lejos: se están organizando.
—… Sí, por supuesto, Julio, mañana tendréis esos suministros.
Boudicca y Viriato se esconden tras la maleza y espían a su víctima. Está sentado en su escritorio, hablando con alguien. La comandante ha dicho algo así como que hay que atacar la intendencia, aunque ellos no saben qué significa. Solo son soldados.
—… Aquí estamos, soportando el encierro como podemos —dice el romano.
—¿Y los niños?
—Se portan muy bien, la verdad. Creo que estaban estudiando historia con su madre.
Entonces, Boudicca tropieza con la maceta y la planta cae. Es el momento. Se abalanzan sobre el romano gritando y buscan su abdomen blando, desprotegido.
El hombre cae al suelo entre carcajadas. Desde el ordenador, se oye la voz de Julio.
—… Ya veo, ya.
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