Por
tópico que parezca, el rellano de mi planta era un sepulcro. Ni una
mosca zumbona se intuía a través de mi puerta, ni un susurro se
colaba a través del tabique. Una vecindad silente reinaba en mi
entorno inmediato, contagiada tal vez por el mutismo impuesto en el
exterior. Cláxones, motores e ir y venir de gentes se habían
esfumado, cediendo su acústica a la de los pájaros que -¡oh
descubrimiento!- merodeaban el parque de enfrente a la caída de la
tarde.

Un
estruendo contra mi puerta interrumpió mi abstracción en semejante
sinfonía natural. Y rebotó en mi oído pegado a la puerta, ávido
de escuchar algo de vida y, ya en ese momento, intrigado por saber
qué se movía al otro lado.

Un
segundo golpe metálico impùlsó mi ojo a la mirilla. En medio de la
oscuridad, distinguí tres puntos blancos, que me parecieron dos ojos
y un pico de pato. Por un momento, creí que estaba viendo a
herederos de Casper, hasta que escuché un cordial “¡hola,
vecina!” en voz humana. “¡Por fin alguien!”, pensé.

No
sin reservas, con la imagen del triángulo blanco presente, abrí la
puerta y descubrí un joven alto, de raza negra, apoyado sobre un
monopatín que descansaba en posición vertical. Al verme, sus ojos
se abrieron como los girasoles en el mes de junio y, tras su
mascarilla, acertó a balbucear en perfecto castellano:


Perdón… creo que me he equivocado. Vivo con otros estudiantes en
un piso de la tercera planta… me olvidé las llaves y como la
vecina de al lado tiene otra copia… Disculpe, venía tan rápido
que le he dado en la puerta…gracias.


No te preocupes. En estos tiempos que no corren, que se han parado y
nos separan, se agradece que un despiste, una tonta equivocación o
un golpe de monopatín nos acerquen.

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