Aquella noche, una copiosa nostalgia invadió el cuerpo y mente de Iris.

Necesitaba ese viaje. El ser de su interior lo imploraba a gritos sordos, lanzando imágenes constantes de recuerdos no olvidados ante sus cansados ojos. Quería volver a pisar las calles de su infancia, visitar lugares concretos dónde solía jugar junto a su hermano pequeño, ver el estado de la antigua casa de sus tíos, saludar a esos vecinos tan amables y atentos… En fin…actos que sólo ella comprendía.

A la mañana siguiente, Iris dejó una nota en el frigorífico para su familia.

» Me he ido a mi pueblo de visita turística, vuelo a la noche. Besos, mamá.»

Tras un largo y tendido viaje en el coche de su marido, Iris llegó a su destino.

La mujer rebosaba de alborozo y regodeo. Se le notaba por fuera y por dentro, esa pícara sonrisa que no se borra por nada ni nadie. Sin embargo, entre tanto regocijo mientras aparcaba el vehículo, no se dio cuenta de sus desiertos alrededores.

En cuestión de segundos, Iris abandonó el coche y se dirigió por el estrecho caminito hacia el centro del pueblecito.

No se lo podía creer. ¿Dónde están todos? Rondaba por la cabeza de la mujer, observando detenidamente su entorno. ¿Y las señoras del visillo que comían pipas días y noches sentadas en los bancos?

– ¿Por cierto y los bancos?- se le escapó en voz alta mirando de un lado a otro, extrañándose de que en septiembre estuviese tan páramo, tan solitario.

A cada paso que daba Iris, sus recuerdos se iban convirtiendo en eso, sólo recuerdos.

A medida que se acercaba a las casas, podía apreciar sus vacías vallas, dónde normalmente solían secar mantas, sábanas… Verjas abiertas y rotas, no habían niños ni perros correteando. En el perímetro habitaba un preocupante silencio y las viviendas…¿qué decir de ellas en dos palabras?, en ruinas.

Llegando a la casa, Iris se puso triste, incomprendida más bien. Fue entonces cuando un hombre mayor la sorprendió por la espalda diciendo.

– ¿Hija, te has perdido? – y estiró el brazo para saludarla.

– ¿Perdone? – contestó enseguida la mujer al volverse. – No, no me he perdido. – añadió observándo al señor de unos ochenta años. – Anteriormente vereneaba…

– Ahora nadie pasaría el verano aquí, ni pagando. – soltó el anciano y siguió su camino.

Iris se quedó pálida después de escuchar al hombre, no obstante continuó andando para comprobarlo por ella misma.

Y si, para su desgracia la casa de sus tíos no era una excepción, se hayaba abandonada, dejada en todos los aspectos.

Las ventanas tapiadas, la entrada obstruida por malas hierbas y trozos de hierro oxidado, un desastre.

Después de echar un último vistazo a lo que persistía aún en pie, la mujer se dio la vuelta y se dirigió muy despacio hacia el coche. De inmediato volvió a sonreír, recopilando sus recuerdos uno a uno, para no olvidarse jamás, de lo maravilloso que fue el pueblo.

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