Los desarraigados

Los desarraigados

NOELIA HERNÁNDEZ

19/11/2018

LOS DESARRAIGADOS

Sin mirar atrás, emprendí el camino hacia el futuro. Un camino que me alejaba de mis raíces y mis recuerdos. Largos meses de devaneos con el destino, negándome a aceptar que no hubiera posibilidad de vida en el lugar donde quería permanecer.

Allí quedaban mis afectos, mis tardes de asueto dejando pasar las horas, el olor a leña que anunciaba el invierno, el cantar de los pájaros que acompañaba los despertares y esas nubes infinitas que se divisaban en el horizonte.

La decrépita escuela, donde ya no retumbaban voces infantiles desde hace años, representaba el declive de este pueblo. Un pueblo que envejecía conforme sus antiguos estudiantes emigraban. Un pueblo que quedaba anclado en el tiempo, sin cobertura ni señal inalámbrica.

La plaza desierta anhelaba las carreras y los balonazos. Esa vida que alojaban las casas hoy vacías. Casas que tan solo recuperaban su brío en los meses agostados. Vecinos que veían cómo los surcos dibujaban sus rostros y la soledad se apoderaba de su cotidianeidad.

Mis padres, con el pelo cada vez más plateado, contemplaban impotentes cómo perderían mi rutina. Pensando que no había nada que pudieran ofrecerme. No sabían que me daban el alimento del alma. Esa cercanía que la urbe no otorga.

Conduciendo, volví a mirar esos campos infinitos, con las casas dibujadas en tonos rojizos. Grabando en mi memoria esa postal que me acompañaría en mis largas jornadas laborales. Con los ojos nadando en la bruma de mis añoranzas, emprendí el camino hacia mi futuro.

¿Quién decidió que el progreso me obligaría a alejarme de mi origen?

Ahora, como cada fin de semana, las hormigas deshumanizadas huyen de la ciudad. Ese lugar donde extraños arribamos para buscar nuestro futuro profesional y que abandonamos despavoridos cuando las jornadas se vuelven festivas. Todos buscamos el origen, la paz. Esa paz que abandonamos a cambio de la prosperidad.

Y aquí, entre desconocidos que habitan en una misma jaula de hormigón, pienso que la despoblación no es rural, sino que vive en la soledad de la gran ciudad. Qué curiosa paradoja que la comunicación nos aleje de nuestras personas. Qué extraño sentimiento que nos una el desarraigo. Ese desarraigo que ahonda en nuestro corazón y nos hace soñar con los días en que retornaremos a las tardes de asueto, el olor de la leña, el cantar de los pájaros y las nubes infinitas.

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