Ángeles de polvo

Ángeles de polvo

Paul Carax

16/11/2018

El barrio donde nos criamos se caracterizaba por ser bastante problemático. En sus tiempos había sido lugar de innovación y residencia de lo más granado. Grandes personalidades paseaban por aquellas calles con sus coches de lujo, sus familias perfectas y sus perros con pedigrí, como si el mundo hubiese sido construido únicamente para sostener sus gigantescos egos. Cafés y teatros adornaban cada esquina, y en ellos se aplaudían las grandezas de ciertos literatos cuyo único mérito, había sido mantener la respiración bajo las vergüenzas de algún alto mando del fascio más tiempo que sus camaradas.

Por las noches, las luces de ciertos garitos hacían de reclamo para los maridos modelo, y los que no lo eran tanto, donde señoritas de baja calaña y grandes artes les hacían recordar el por qué del matrimonio, al mismo tiempo que, en casa, sus respectivas esposas se deshacían en los efluvios del querer con los galanes que ofrecía la televisión, a la que acudían con las faldas levantadas, y un padrenuestro como comodín a la absolución de cualquier pecado.

Esta farsa, cesó el Noviembre del 43, cuando en un palacete se produjo un asalto a manos del marido de una sirvienta, fallecida esta tras haber sido forzada por el conde Galán de Torres después de una larga noche de proxenetismo bañada en alcohol. Su mujer también recibió la correspondiente paliza al llegar a casa, pero pensó que aquellos morados le brindaban la oportunidad perfecta para estrenar aquel maquillaje tan caro que su atento y previsor marido le había hecho comprar, y que normalmente no le dejaba usar, pues decía que le hacía parecer una golfa barata.

En la invasión al palacete, donde varias personalidades de las altas esferas públicas se vieron involucradas, empezó la caída de los Dioses. Dioses cuyo umbral de pánico era fácilmente sobrepasado con la imagen de una cucaracha correteando por el suelo de sus magníficas cocinas. Aquel día, su Olympo particular empezó a caer de entre las nubes. Sus cocinas se llenaron de cucarachas, que plagaron paredes y techos hasta que una masa negruzca lo hubo reducido todo a escombros.

Esos éramos nosotros.

El desliz del barrio hacia una oscuridad en que las leyes de la civilización se tornaban cada vez más inútiles, no tardó en hacerse notar. Las autoridades evitaban entrar hasta tal punto, que ver a un agente de policía merodeando por la zona era equivalente a dar por supuesto que, o bien era un novato cuyos compañeros habían querido iniciar con una broma de mal gusto, o bien venía en busca de ciertas sustancias pensando que su placa y uniforme, podrían costearle una rebaja.

Las manchas de sangre en el suelo llegaron a formar parte de la estética de las calles, y en ciertos puntos bastante concretos, no era raro encontrar nuevas formas cada mañana. A nosotros nos gustaba imaginar que eran un reflejo del cielo, una copia fiel de todas las estrellas, planetas y galaxias que la iluminación nos escondía cada noche con su velo anaranjado.

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