Recorres los quince kilómetros del pueblo a la aldea. El camino de tierra y baches que se desvía hacía el valle sigue ahí, como hace cincuenta años. Recuerdas ese río, ahora con menos caudal, donde lavaban las mujeres sobre piedras planas inclinadas hacia el agua. Ya no está el nogal a la sombra del que los niños matabais el hambre hasta que el fin de la colada dictaba la hora de comer. Asomas al viejo aljibe donde flota la carcasa de una paloma sobre la lámina verdosa, vestigio de que allí hubo vida alguna vez.
Llegas ya al lugar donde se alzan los restos del complejo de moradas sencillas donde vivían pastores, gañanes y guardas. Unas pocas latas herrumbrosas revelan el lugar donde estuvo el basurero, a la entrada del recinto, dando la bienvenida a los visitantes. Aparcas en la era abandonada, donde mujeres y niños os reuníais cada miércoles en torno al recovero; sobre el porta de su bici aquel gran cajón con telas, conservas, gaseosas de polvos, sardinas saladas y otras delicias que contemplabais fascinados mientras las trocaba por los huevos de gallinas, camperas de verdad, que picoteaban por los corrales.
Antes de caminar hacia lo que queda de las casas, miras valle abajo, a la sucesión de terrenos yermos, en amarillo, gris y pardo; observas la exuberancia de enormes cardos que medran entre los pedruscos. Es allí donde antaño una huerta tras otra, paleta de tonos verdes, producían vuestro sustento de toda la temporada.
Los cascotes por el suelo permiten adivinar dónde estaban las paredes; también hay algunos muros aislados aún en píe, con ventanucos que se asoman a un campo que ya recupera lo que era suyo. Un horno de leña abre su boca inútil en medio del patio. Los muñones carcomidos de un dintel de madera evocan la entrada al ya inexistente redil de donde salías con el rebaño cuando eras aprendiz del pastor que nunca llegaste a ser.
Vas a la antigua vivienda de los guardas que aún sigue en pie. Para abrir la puerta, desanudas la cuerda que sigue haciendo de cerradura. Penetras en la casa atravesando la cocinilla donde los jornaleros dormían en los poyos pegados a las paredes. Pasas a la cuadra, contemplas lo que queda de los pesebres que alimentaron a yuntas de mulas mientras esperaban otra monótona jornada de trilla o acarreo.
Por peldaños deformes y gastados asciendes por fin a aquel pajar donde os besasteis. Y os prometisteis un amor eterno, que solo duró hasta que la búsqueda de una vida mejor alejó a vuestras familias a la distancia infinita que entonces separaba Fuenlabrada y Dusseldorf.
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