Al amanecer, la lombriz metálica horada las tripas de la tierra y traga a miles de personas a su paso. Se detiene en cada estación y las regurgita mecánicamente. Luis, sentado en su vientre, dormita el tiempo que dura el trayecto desde el extrarradio hasta la empresa en la que trabaja al norte de Madrid. El traqueteo del gusano articulado le lleva a pensar en su pueblo. Hace diecisiete años, dos meses y cuatro días que lo dejó. Lo recuerda como una condena, una cadena perpetua. No habrá lugar con más ingenieros, arquitectos y licenciados que su pueblo. Nadie los preparó para cuidar la tierra y el ganado. Por eso, se decidieron a buscar trabajo en la granja de hormigón. Y recorren, en cuanto un sol incoloro descabeza, los kilómetros que les separan de sus casas, cubículos en vertical a los que apenas llega la luz.

Atrás dejó a sus padres que, cuando vienen a verle, regresan despavoridos a una casa sin calefacción central, ni doble acristalamiento ni wifi. Luis trata de convencerlos para que se queden con él. A la angustia del estrés del trabajo, de las prisas por llegar a cualquier sitio, se le suma la de pensar que a sus padres les pueda pasar algo estando solos, que puedan enfermar y no reciban la simple visita de un médico, porque hace ya varios años que la administración decidió que, para cincuenta vecinos, la salud era lo de menos. El consultorio más cercano está a quince kilómetros y no es plan de presentarse allí en tractor, el único medio de que disponen sus padres. Se desespera cuando les llama por teléfono y el “dichoso aparato”, como lo llama su madre, no está operativo, porque las comunicaciones no son en el pueblo como en la ciudad. Si su padre atiende la llamada a la primera, lo puede imaginar en el monte, sacando a las cabras, el sitio donde se asegura la cobertura.

Ellos le piden que se tranquilice, que, si han de morir, morirán tranquilos. Pero que no pueden abandonar las cuatro casas que quedan, que se caerían a los dos días unas sobre otras; que quién labraría las tierras y daría de comer al ganado, quién limpiaría las sepulturas de los abuelos, y que, sin ver amanecer, como hacen al levantarse, no sabrían en qué día viven. No, hijo, no te preocupes por nosotros.

Y Luis, con el vaivén del gusano voraz, se siente como acunado entre los brazos de su madre. Y decide que de este fin de semana no pasará. Irá al pueblo, que ya hace tiempo que lo necesita. Y recorrerá las solitarias callejuelas, olerá la hierba húmeda de los caminos junto al arroyo, y hurtará alguna granada, que para eso es otoño. Si la ciudad no lo engulle primero, visitará a sus padres, aunque sea una cita fugaz, antes de que el lunes, de nuevo, la lombriz se lo zampe en las oscuras entrañas de la tierra.

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