El comandante dio la orden de matar a mi marido y a mis hijos. Se apoderaron del ganado, se llevaron camas, muebles, robaron todo. Cometieron atropellos contra los pobladores de La Esmeralda. Nos tacharon de guerrilleros. Fue una pesadilla.

En cuestión de días, la región perdió más de la mitad de sus habitantes, se tornaron pueblos fantasmas. El territorio cambió su diseño. Abandonadas las áreas de cultivo, la tierra se concentró en pocos. Antes era una zona agrícola, con pasto para el ganado, producción de hortalizas y café.

Mi abuelo, de los primeros campesinos fundadores, tumbó monte y ayudó a formar el pueblo. Fuimos felices en medio de la adversidad. El proceso de colonización y poblamiento, pronto fue presa de políticos de izquierda y la ausencia del Estado.

La lucha insurgente se concentró en estos territorios estratégicos para la guerrilla por su proximidad a la cordillera. Tácticas combinadas entre ejército y paramilitares disputando el control dejaron a la población en medio del fuego cruzado. Vino el desplazamiento forzoso. Tres familias permanecieron. No tengo certeza sobre el año en que ocurrió. Mientras partíamos, era común el hurto de ganado, bestias, aves de corral y la quema de algunas casas.

La escuela registró episodios de confinamiento cuando desencadenaban los enfrentamientos, nos resguardábamos allí, hasta que cesaban los combates. La escuela quedó abandonada, también el puesto de salud.

Todo cambió a un paisaje de miedo, montañas cercanas al páramo bombardeadas por el ejército, viviendas afectadas. La gente huía como podía. La mayoría lo hizo a pie, entre fincas de conocidos, vigilando el camino.

No hubo más diversión, ni peleas de gallos, donde participaban cientos de personas. La gallera abría fines de semana, a las seis de la tarde, la gente jugaba y departía hasta la una de la mañana. Todo acabó.

En la ciudad me ocupé en un restaurante, recuerdo todavía las humillaciones. Es complicado, salir del terruño casi a pedir limosna. Teniendo todo en el campo: gallinas, marranos, vacas, leche y venir a esta selva de bloques y ladrillos. ¡Es deprimente!

Laboré en casas de familia, una del campo y trabajando para otros planchando, haciendo el aseo, recibiendo regaños por dejar que se quemara la ropa.

Hoy, el juez dictó sentencia contra el comandante. Asistí a la conciliación, confesó todos los oprobios al pueblo, el asesinato de mi familia. Firmé el acuerdo. Mencionaron una indemnización. Me devolverían la finca que desocuparon, acabada, sin puertas ni ventanas, sin vidrios ni corral para las aves.

“¿Regresar? Pero, me lo quitaron todo” dije para mí.

“Es lo que tiene” dijo el juez.

Lo miré compungida, las lágrimas acudieron a mis ojos. “no quiero volver a vivir ese tiempo, no quiero ni siquiera recordarlo”. En el fondo de mí ser, guardé una esperanza: que fuera sólo un sueño, que para siempre lo perdiera el olvido.

«Sí, es cierto me devuelven lo que me quitaron —lo dijo el juez— pero, nadie precisa que ya no son las mismas cosas y yo, tampoco soy la misma mujer».

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