Son muchos, demasiados, quizás muchísimos más de los que pudiéramos imaginar en nuestro país. Pueblos despoblados, abandonados, vacíos, cementerios rurales de un pasado que no volverá. Vacío absoluto, decadencia, desolación y olvido, chimeneas apagadas. Tristeza. Nada queda ya en ellos, solamente ruinas, silencio y maleza.

Así están hoy cientos de pueblos de la España Abandonada. Esa España abandonada por políticos y gobernantes, que obligó hace años a muchos millones de personas a iniciar un exilio forzoso, incesante hemorragia demográfica que aún continúa. Sin carreteras ni servicios básicos, con políticas hidráulicas sin sentido y repoblaciones forestales innecesarias, “Papá Estado” los abandonó, sí, desde los años 40 del pasado siglo. Eran regiones poco rentables y prefirió que aquellos lugares se vaciasen para siempre, en vez de ayudarles. Se obtenía mayor lucro forzando el desplazamiento de aquellos aldeanos a las ciudades que invertir una sola peseta en aquellos rincones perdidos.

Exiliados como Gervasio, el último habitante de aquel bellísimo rincón pirenaico. El último exiliado de su pueblo. Aquel día trágico, cuando Gervasio cerró por última vez el robusto portón de su casa, sabiendo que nunca más volvería a abrirlo, su corazón se quebró. Tan grande era el dolor que sus lágrimas fluían inundando cada poro de su cara. Afligido y sin consuelo, descendió lentamente por la estrecha senda que bajaba hacia el valle, sin querer mirar atrás, no fuera a arrepentirse. Un camino sin retorno cuyo final lo imaginaba lento, agónico y saturado de tristeza.Cierto es que la vida en el pueblo nunca fue fácil. Árida orografía, elevada altura, escasa y mala tierra para laborar, muchos esfuerzos para exiguas cosechas y padeciendo largos y fríos inviernos que agravaban, aún más, su habitual aislamiento. Malas comunicaciones y malos servicios, escuelas cerradas, iglesias sin curas, hoy convertidas en establos. Pero pese a tantas dificultades, Gervasio y sus vecinos, a su manera fueron felices, viviendo una vida difícil sí, pero plena. Lentamente el pueblo de Gervasio, al igual que todos los que salpicaban las laderas de aquellas hermosas montañas, se fue despoblando, quedando muchos vacíos y abandonados. Como vacío quedó el de Gervasio tras su marcha.

El paso del tiempo, implacable y demoledor, permitió que las ruinas se adueñaran paulatinamente del pueblo; paredes derrumbadas, techos hundidos, escombros y devastación habitando el interior de las casas. Hoy en la casa de Gervasio, árboles y maleza crecen descontrolados, minando y debilitando hasta quebrarlos sus sólidos cimientos, asediando la intimidad de su hogar.

Pueblos muertos, precipitados al vacío, lanzados a la nada, habitados tan solo por el olvido y un ensordecedor silencio, roto únicamente por el correr del viento entre las calles y los muros quebrados y derruidos. Tristeza infinita para todos aquellos que se fueron sabiendo que nunca volverían. Pueblos deshabitados, abandonados, pero nunca olvidados por aquellos que salieron para no regresar.

Y yo me pregunto ¿Cuántos pueblos más tendremos que ver vaciarse? ¿Cuántos pueblos más tendremos que ver morir?

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